Veinte Años después del 11 de Septiembre: Reprocesando el Impacto Personal

Todos Recordamos…

Todas las personas que recuerdan los atentados contra los Estados Unidos tienen su historia personal del 11 de septiembre del 2001. Todos recordamos dónde estábamos, qué hacíamos, y con quién estábamos cuando nos enteramos o vimos los ataques contra los Estados Unidos. Incluso, recordamos las horribles emociones que sentimos cuando vimos los acontecimientos. Ese día impactó nuestras vidas para siempre. Sin embargo, con tanta gente a nuestro alrededor sufriendo mucho más de lo que podíamos imaginar, a muchas personas—incluyéndome a mi—les resultó difícil procesar el impacto de ese día al continuar con nuestras vidas.

Veinte años después de los atentados del 11 septiembre del 2001, estoy procesando de nuevo cómo los efectos residuales de ese día dejaron huellas en mi vida personal. Con el paso del tiempo, soy capaz de reflexionar en el pasado y de conectar los puntos que estaban separados como resultado de no haberme permitido nunca contemplar realmente el daño causado por los atentados.

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The Empire S

Nuyorican es un término que nunca me ha gustado. Sin embargo, se ha utilizado durante décadas para describir a personas como yo: personas nacidas en Nueva York de origen puertorriqueño. Mis padres se conocieron en Nueva York a finales de los años 70, y yo nací de un padre puertorriqueño y una madre mitad puertorriqueña y mitad cubana en 1980.

Mi familia se mudó de la ciudad de Nueva York en los años 80 en busca de una vida mejor. Llegamos a Lacey Park, Pensilvania, un barrio en las afueras de Filadelfia donde vivían muchos otros puertorriqueños como nosotros. Sin embargo, la mayor parte de mi familia, de ambos lados, se quedó en Nueva York o en las afueras de la ciudad.

De este hecho, nació mi angustia personal del 11 septiembre del 2001.

Yo era estudiante el 11 de septiembre del 2001 en la Universidad de West Chester en el estado de Pensilvania. Recuerdo que mientras me preparaba para ir a una clase relativamente temprano por la mañana, escuché murmullos sobre algo que estaba ocurriendo en la ciudad de Nueva York. Para mi vergüenza, no presté mucha atención a las noticias. Después de todo, estaba a dos horas de distancia manejando de la ciudad de Nueva York. No había necesidad de entrar en pánico. En Nueva York suceden continuamente cosas que pueden resultar impactantes para otras personas en otras partes del país. Seguí mi día como si fuera cualquier otro.

 Al volver de mi clase en el autobús de la universidad, oí a alguien mencionar que una de las famosas Torres Gemelas del World Trade Center había caído. Yo había visto esas torres tan notables en el horizonte de la ciudad de Nueva York innumerables veces cuando era niño. No quería creer la noticia, pero sabía que ninguna persona en su sano juicio bromearía con un asunto tan serio. Cuando volví al recinto de la universidad, la segunda torre ya se había caído. Había otros informes de posibles ataques en otros lugares en los Estados Unidos. Todos los aviones de los Estados Unidos estaban en tierra. Nadie sabía el alcance de los atentados.

Ahora, la adrenalina se puso en marcha.

Ahora, yo empecé a percibir el miedo y la ansiedad.

Ver los vídeos que se transmiten continuamente de peatones cubiertos de polvo que deambulan por las calles—algunos vestidos con ropa de negocios sangrando de la nariz y otros que corren sin rumbo aparente—era como ver una ominosa película apocalíptica con un mal trabajo de cámara. Este interminable rollo de destrucción y pavor hacía parecer que toda la isla de Manhattan—si no toda la ciudad de Nueva York y más allá—estaba en peligro inminente de sufrir un ataque continuo.

Esto significó que, durante un tiempo, pensé que la fatalidad inminente se cernía sobre toda mi familia en el área de la ciudad de Nueva York. Empecé a pensar en todas las personas que podrían haber estado en peligro:

  • Mi tía, mi tío, sus hijas adultas (mis primas) y sus familias, que vivían a unos tres kilómetros del World Trade Center, en el Lower East Side de Manhattan.

  • Mi tío, que servía en el Departamento de Policía de Nueva York.

  • Varios otros miembros de mi familia que trabajaban o residían en Manhattan, el Bronx e, incluso, en el norte de Nueva Jersey.

  • Más tarde, me enteré de que otro primo (por matrimonio) estaba en la primera Torre Gemela que fue impactada por un avión aquella mañana.

En los primeros días después de los atentados, era casi imposible llamar a Nueva York. Aunque intenté comunicarme en repetidas ocasiones, era obvio que yo iba a tener que esperar para saber de esos familiares, si es que finalmente se comunicaban conmigo.

Con el tiempo, escuché de todos. Todos estaban a salvo.

Pero la historia no termina aquí.

Hay otra parte de la historia que me afectó más profundamente a nivel personal.

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“Dicen que no te tienes que ir, que ahora no están obligando a personas a subirse a los aviones.”

Miré a Gaby después de repetir lo que acababa de escuchar de la aerolínea. Recuerdo haber visto en sus ojos algo de alegría mezclada con confusión.

Gaby era mi novia en septiembre del 2001. Nos habíamos conocido y empezado a salir durante el año escolar anterior en la Universidad de Puerto Rico. Al final de ese ciclo escolar, Gaby había regresado a su país y se había graduado de la Universidad de Guadalajara en el verano del 2001. Antes de conseguir un trabajo de tiempo completo, Gaby celebró su graduación haciendo su primer viaje a los Estados Unidos de América para visitarme. Llevábamos casi un año saliendo y era la primera vez que mi familia conocería a Gaby.

La primera visita de Gaby a los Estados Unidos

La primera visita de Gaby a los Estados Unidos

Pero conseguir que viniera fue un reto difícil.

  • En primer lugar, nos enfrentamos a las preocupaciones normales de cualquier padre tendría por su hija que quisiera visitar a un amor relativamente desconocido en otro país.

  • En segundo lugar, no había garantías de que Gaby obtuviera una visa de turista para poder entrar a los Estados Unidos. Finalmente, se le concedió tras un largo proceso. 

  • En tercer lugar, Gaby era una recién graduada de la universidad. A mí me quedaban dos años de universidad. En otras palabras, estábamos completamente en la bancarrota.

Pero, a mediados de agosto del 2001, de alguna manera, habíamos recolectado suficientes fondos para que Gaby volara de Guadalajara al aeropuerto JFK de Nueva York. Después de un par de semanas agradables en los Estados Unidos, había llegado el momento de que Gaby regresara a México.  En serio, Gaby y yo no teníamos ni idea de cuándo volveríamos a vernos tras su marcha.

La fecha y el lugar de partida de Gaby eran el 12 de septiembre del 2001, desde el aeropuerto JFK de Nueva York. 

El día antes de que Gaby saliera de los Estados Unidos para regresar a México desde la ciudad de Nueva York, se produjo el mayor ataque terrorista que Estados Unidos haya visto jamás. Todos los aviones quedaron en tierra por un tiempo indeterminado. Ahora, teníamos que encontrar alguna manera de que Gaby pudiera regresar a México.

Al menos eso es lo que ella pudo haber pensado que yo estaba pensando. En realidad, yo tenía un mejor plan en mente:

Convencer a Gaby de que se quedara conmigo en los Estados Unidos.

Mi plan se consolidó cuando por fin pude contactar a la aerolínea de Gaby. Les llamé para preguntarles cuál era su póliza en cuanto a las limitaciones del uso de los boletos comprados antes del 11 de septiembre. El agente me dijo que no había ninguna póliza en ese momento: la aerolínea no iba a animar a la gente a volar hasta que se sintiera cómoda subiéndose a un avión de nuevo. Pensé: "¿Y que tal si la gente (es decir, Gaby) no quiere subir a un avión nunca más?".

Esta era mi oportunidad para convencerle de que se quedara.

Razoné que, si simplemente se quedaba, nos evitaríamos el largo, arduo y costoso trabajo de traerla de vuelta a los Estados Unidos en el futuro. En los diez meses posteriores a la salida de Gaby de nuestra universidad en Puerto Rico, solamente nos pudimos pasar tiempo juntos en dos ocasiones. Ahora, teníamos una razón legítima de evitar el dolor de la separación para siempre.

Me esforcé por presentarle a Gaby esta oportunidad de forma persuasiva. No tenía que volver a todos los interrogantes que le esperaban en México, como dónde encontraría un empleo. Podía quedarse conmigo. Yo encontraría la manera de cuidarla.

Yo podía observar que la decisión era mucho para ella.

Gaby me pidió tiempo para pensar en el asunto. Al cabo de uno o dos días, volví a abordar el tema, con la esperanza de que hubiera empezado a ver la situación como yo. La respuesta de Gaby me sorprendió:

"Debería volver pronto a México. Tengo que empezar mi vida allí."

¡Después de esos terribles ataques, Gaby iba a subirse casi inmediatamente a un avión y volar hasta México! Después de todo lo que le costó llegar a los Estados Unidos, ¿iba a subirse a un avión y marcharse tras una de las más horribles catástrofes modernas con aviones?

Me sorprendió porque nunca se me había pasado por la cabeza que Gaby se esforzara por empezar su vida sin mí. De joven, nunca me hubiera imaginado que Gaby se planteara la vida sin mí.

Me equivoqué.

El 15 de septiembre del 2001, Gaby voló de regreso a México desde Filadelfia.

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Lo mejor que hizo mi esposa, Gaby, por nuestro matrimonio fue dejarme solo en momentos devastadores e inciertos para reflexionar sobre lo que iba a costar conseguir que se quedara.

Al procesar la conmemoración de los veinte años de los atentados del 11 de septiembre, y al ver tantas de esas horripilantes imágenes que ahora reaparecen en la televisión y en las redes sociales, siento vívidamente—quizás incluso más que nunca—el pavor que sentí aquel día. Al mismo tiempo, reconozco que las llamadas telefónicas que recibí tras los ataques fueron llamadas que trajeron alivio en lugar de tristeza. Me lamento por aquellos cuyos peores temores se convirtieron en realidades a causa de estos ataques terroristas. Veinte años después, no me he quedado insensible a las imágenes y vídeos mencionados. Sospecho—mejor dicho, espero—que nunca me acostumbraré a esas grabaciones que ahora son aparentemente omnipresentes, ya que se recirculan con fuerza en las plataformas de las redes sociales.

Sin embargo, no fue hasta hace poco que me di cuenta de lo diferente que podría haber sido la vida como resultado de este día. El rechazo de Gaby a mi oferta para que se quedara en los Estados Unidos tras los atentados—a pesar de que regresó con muchos interrogantes que le esperaban como recién graduada de la universidad y sin trabajo en México—me obligó a reconocer mi ingenuidad personal y mi egocentrismo oportunista. Mis sueños de asumir la responsabilidad de otra persona de otro país en esa etapa de la vida eran fantasiosos y arrogantes, dadas las inmadureces multifacéticas que estaban profundamente arraigadas en mi carácter en ese momento. Gaby era consciente de ello y se dio cuenta de que su vida en México presentaba mejores oportunidades de crecimiento personal.

El inexplicable dolor de ver a Gaby marcharse me llevó a replantear mi visión del futuro. La madurez personal pasó a ser prioritaria y dejó de ser despreciada como un inevitable declive del espíritu libre. Ser capaz de amar y cuidar a otras personas (por ejemplo, Gaby) tenía que ser una parte tangible de mi carácter en el futuro.

Tuve que esperar cuatro meses antes de volver a ver a Gaby. La ocasión fue cuando visitó a mi familia para la Navidad. Le propuse matrimonio en la Nochebuena del 2001. Sólo nos vimos una vez más antes de casarnos en el 14 de junio del 2002. Lo mejor que hizo mi esposa, Gaby, por nuestro matrimonio fue dejarme solo en momentos devastadores e inciertos para reflexionar sobre lo que iba a costar conseguir que se quedara.

Ahora, estoy agradecido por esto.

Después de 19 años de matrimonio, acabé conectando algunos de los puntos entre nuestra historia personal y la tragedia del 11 de septiembre del 2001. Había alejado tantas veces mis sentimientos sobre aquellos horribles días que no podía ver estos vínculos evidentes de cómo los acontecimientos acabaron uniéndonos a Gaby y a mí de una manera más profunda de lo que había esperado en ese momento. Quería que nuestra relación se basara en una decisión tomada de improviso en medio de una situación trágica. En cierto modo, podría decirse que incluso me sentía con derecho a decidir el futuro de Gaby (por ejemplo, dónde y cómo iba a vivir).

Gracias a Dios, Gaby se dio cuenta de esto.

Durante varios meses después de su regreso a México, ambos habíamos considerado por separado si el hecho de que Gaby se quedara conmigo en los Estados Unidos era realmente una buena idea.

Estoy muy contento de que finalmente, Gaby decidió quedarse.